Aparte de ser la clase de personas que emigran porque no tienen nada que hacer en España, a lo largo de la historia los científicos han sido individuos que han demostrado una abnegación encomiable, jugándose muchas veces el pellejo para demostrar sus teorías. A falta de voluntarios, algunos de ellos han hecho de cobayas, con resultados desiguales, todo hay que decirlo. Este es nuestro pequeño homenaje a esos prohombres que lo dieron todo por la ciencia.
John Paul Stapp, aka “el hombre más veloz del mundo”
Este cirujano y oficial de la aviación de EEUU decidió engancharse con un arnés a un trineo propulsado por un cohete para comprobar el aguante del cuerpo humano ante las deceleraciones bruscas. Varios huesos rotos y un desprendimiento de retina después, determinó que la deceleración máxima aconsejable para un cuerpo humano está en torno a 45g. Por cierto, era amigo de Edward Aloysius Muprhy, sí, el de la famosa ley de Murphy, Al ver los experimentos de Stapp, no pudo más que sentenciar: “Si hay varias maneras de hacer una tarea, y uno de estos caminos conduce al desastre, entonces alguien utilizará ese camino”. Lo demás ya es historia.
Resultado: Muy poco fotogénico
Nivel de sacrificio por la ciencia: 9
Santorio Santorio
La gran duda que asaltó a este aristócrata italiano del siglo XVI era si los cambios en el peso corporal tras una comida, sumados al peso de los excrementos y la orina, equivalían al peso del alimento ingerido. Para salir de dudas, creó una silla balanza donde se sentó durante un mes entero para ir comprobando los cambios en su peso (y el de sus heces). Los resultados le llevaron a desarrollar la teoría de la “transpiración imperceptible”, esto es, que a través de la piel también se expulsa porquería.
Resultado: Síndrome de la clase turista
Nivel de sacrificio por la ciencia: 8
George Stratton
Puede que ya lo sepas, pero vemos el mundo al revés y es el cerebro quien se encarga de voltear la imagen. A finales del XIX, Stratton se preguntó qué pasaría si utilizaba unas lentes que voltearan el campo visual y si el cerebro humano podría darle la vuelta de nuevo a la tortilla. Ver todo al revés con los dos ojos era too much, así que experimentó con un solo ojo. Según su testimonio, los primeros días las pasó canutas, pero al quinto ya podía orientarse con cierta precisión. Conclusión: el cerebro se adapta a lo que le echen.
Resultado: Unos mareos de aquí te espero
Nivel de sacrificio por la ciencia: 6
Michael Smith
Este estudiante de la universidad de Cornell es el último en una larga saga de científicos que han puesto su cuerpo al servicio de la ciencia. En su caso, la idea consistía en determinar la parte del cuerpo donde más duele una picadura de abeja, para lo cual se sometió a cinco diarias. No se cumple aquello de “piensa mal y acertarás”, porque, contra todo pronóstico, y en sus propias palabras, “una picadura en la nariz es mucho peor que en el escroto”. Aquí va una tabla con algunas de sus puntuaciones:
Nariz: 9,7
Labio superior: 8,7
Pene: 7,3
Escroto: 7,0
Palma de la mano: 7,0 (se deduce que el escroto y la mano tienen la misma sensibilidad)
Axila (también llamada sobaco): 6,7
Pezón: 6,7
Resultado: Manifiestamente inútil
Nivel de sacrificio por la ciencia: 9
August Bier
Aquí el nivel de sacrificio es un tanto ambiguo, ya que el experimento de este médico de principios del siglo XX consistía en inyectarse cocaína en la médula espinal para comprobar sus efectos anestésicos. Bier se practicó un orificio en su propia espalda y no dejaba de perder líquido medular, así que su asistente le sustituyó. A fin de comprobar la eficacia del invento, se dedicó a pinchar, quemar y propinar algún que otro martillazo en los genitales a su voluntario sin que este sintiera nada. Al parecer, el descubrimiento de la anestesia epidural se celebró con una gigantesca melopea. Cocaína, copazos y un gran paso para la humanidad. ¿Qué más se puede pedir?
Resultado: Un colocón y algunas magulladuras
Nivel de sacrificio por la ciencia: 10
Albert Hofmann
No podía faltar en esta lista el eximio Dr. Hofmann, descubridor de la LSD. A principios de los años 40 del siglo XX, trabajando para la multinacional Sandoz (hoy Novartis) -para que luego digan que las farmacéuticas son el cáncer de nuestro tiempo-, sintetizó una sustancia llamada LSD-25, de la que se impregnó accidentalmente. Unos días después, y tras haberle cogido el gustillo, probó con 250 miligramos. De vuelta a casa a lomos de su bicicleta se convirtió en el primer psiconauta de la era sintética. Como buen científico, y lleno de alborozo, anotó en su libreta los efectos psiquedélicos de su descubrimiento.
Resultado: Un buen viaje
Nivel de sacrificio por la ciencia: 5
Friedrich Sertürner
A principios del siglo XIX, este farmacéutico alemán ya había hecho algunas pruebas con perros y gatos de una sustancia que, en honor a Morfeo, había bautizado como “morfina”. Pero aún faltaban los seres humanos, así que Sertürner se juntó con algunos amigos para ponerse morfinos. Primero hicieron una ronda de 30 miligramos y al rato repitieron como si fueran natillas Danone. Poco después se dieron cuenta de que estaban de sobredosis así que decidió administrarles vinagre y todo acabó en una vomitona generalizada. Pero oyes, acababa de ganar una gran batalla contra esa cosa tan molesta llamada dolor.
Resultado: Jugarse una sobredosis
Nivel de sacrificio por la ciencia: 8
Ffirth preparándose la cena.
Stubbins Ffirth
A finales del siglo XVIII, la fiebre amarilla hacía estragos, y el Dr. Ffirth quiso demostrar que no era contagiosa. La manera más directa que tuvo de hacerlo fue recolectar unos de litros de vómito negro y beberse un par de vasos del batido, además de impregnarse los ojos y algunos cortes epidérmicos. Por suerte llevaba razón. Ya habría sido el colmo que encima de pasar por algo tan asqueroso la hubiera diñado.
Resultado: Vomitivo
Nivel de sacrificio por la ciencia: 10
Este artículo está rica y profusamente documentado merced a How Stuff Works,Mental Floss, Daily Mail y la siempre socorrida Wikipedia.
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